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El aborto no forma parte del ciclo de la vida en comunidades del Tipnis

  • Nota especial de Avril Carrasco
  • 3 sept 2017
  • 7 Min. de lectura

Nueva Natividad

El día no había muerto aún, pero agonizaba lentamente. El canto de los pájaros se apagaba y se imponían en la espesa selva tropical el brillo pulsante de miles de luciérnagas, el croar de las ranas, el ruido estridente y monótono de las cigarras y el temible rugido del jaguar, al que los habitantes del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Secure (Tipnis) y los capataces de las haciendas ganaderas que colindan con la reserva, llaman, con temor y admiración, “tigre”.

Catalina Yuco Cueva recuerda la fatalidad de aquel día, cuando el felino rugió y atacó su vivienda –una precaria construcción, sin paredes ni ventanas, de cuatro columnas de tacuara que sostienen un techo tapizado con hojas de jatata– mientras ella, su pequeña hija y su compañero, sus 14 hermanos, y sus padres dormían.

Cicatrices en el rostro, la espalda, el vientre y los brazos, recuerdan a la joven aquel fatal encuentro del que salvó la vida por la oportuna ayuda que recibió de su familia al escuchar los angustiantes gritos de auxilio.

La fiera escapó ilesa, pero con el cuerpo magullado.

Catalina tenía entonces cuatro meses de embarazo y a sus 14 años esperaba a su segundo hijo.

La comunidad indígena y la familia prodigaron esfuerzos para salvar la vida de la joven madre y la de su bebé. Nunca se discutió la posibilidad del aborto.

En el Tipnis, la vida es sagrada: la de la madre, la del bebé y la del tigre.

La familia Cueva Yuco, y los habitantes del Nueva Natividad –un caserío a 170 kilómetros al noreste de Trinidad, capital del Beni, cubierto de árboles y espesa vegetación, sin servicios básicos ni energía eléctrica, donde un puñado de viviendas de madera, ubicado en las márgenes del cansino río Sécure, conforma el principal núcleo de asentamiento de una docena de familias del pueblo Mojeño Trinitario– continuaron con su rutina cotidiana, sobreviviendo el día a día.

Gervasio, el padre de Catalina, sin piezas dentales, piel morena y estatura media, de unos 40 años, aunque él no sabe con precisión su edad, comenta, con la mayor naturalidad, que con “el hijo del tigre, ya son 11 sus nietos”.

Santa Rosa del Sécure

A escasos cinco kilómetros de distancia de Nueva Natividad, está la comunidad Mojeño-Trinitario de Santa Rosa del Sécure, que produce, escasamente para sobrevivir, arroz, maní, maíz, yuca, caña, cacao y plátano.

Y en los últimos tres años la ancestral comunidad de nueve familias ha “producido, también, de forma extraordinaria, muchos hijos”, dice con humor Domingo, el hijo de 22 años del corregidor Gilberto Roca.

La máxima autoridad comunal, un septuagenario con buen sentido del humor y amplia sonrisa, ha tenido 23 hijos, la última de siete años, y, de momento, 49 nietos.

En la pequeña sociedad, asentada en la cuenca central del río Sécure, las jóvenes familias, con cinco, seis o siete años de unión, tienen un bebé por año.

“Los niños son la vida y el futuro de este pueblo y cuando juegan en el río, sus risas se escuchan en toda la comunidad”, comenta con melancolía Roca.

La escuelita de Santa Rosa del Sécure tiene una docena de alumnos multigrado, un profesor de la etnia Movima, Enrique Urquiza, que permanece diez meses al año en el asentamiento indígena, pupitres, una buena pizarra y material de escritorio en buen estado, pero tiene dos particularidades: los textos de enseñanza están escritos en aymara y seis de siete alumnas, entre 12 y 14 años, están embarazadas.

Urquiza llegó a Santa Rosa hace cinco años. Aceptó el destino en esta remota población del Tipnis, cuando otros profesores la rechazaron.

“Y es que para llegar aquí se tiene que viajar un día en bus desde Trinidad a San Lorenzo de Moxos y de San Lorenzo caminar por el monte durante otras tres jornadas”.

Urquiza ha vencido durante un lustro las dificultades de la selva, ha “evitado”, dice, la “mirada de fuego del tigre y el ataque del caimán”, pero se siente derrotado cuando solicita, en sus esporádicos viajes a la capital del Beni, textos de enseñanza en Mojeño-Trinitario para sus alumnos.

“Yo no puedo enseñar en aymara, no hablo ese idioma. Tampoco les puedo hablar de la llama o la alpaca o de un nevado. Los niños, que nunca han salido de aquí, no entienden esa otra realidad y no pueden creer que existan montañas de hielo, de nieve”, comenta Urquiza dentro de la escuelita que fue construida por la propia comunidad con hojas de motacú en el techo, cuatro pilares de chonta que sostienen la estructura y troncos de achachairú como paredes.

“Tampoco hablo mojeño y no sé, nunca supe, por qué nos entregaron los libros de enseñanza cambiados”.

Para Urquiza, de 30 años, es “incomprensible” tener en su pequeña biblioteca libros en idioma “extraño”, pero es “natural”, para él, el embarazo adolescente.

“No es extraño por aquí que las niñas estén preñadas, las primeras experiencias sexuales la tienen a edad temprana y lo sexual no está prohibido, ni es cosa exclusiva de los adultos”, comenta el profesor.

Las formas de entender el mundo en las comunidades Mojeño Trinitario, Yuracaré y Tismané que están asentadas en la reserva, son muy claras: respeto absoluto por la vida, respeto absoluto por la naturaleza.

Aisladas del mundo, la vida en las comunidades del Tipnis no las rigen las normas del Estado, la moral, de la religión o la hipocresía de la sociedad urbana.

“Lo único que sabemos del mundo”, cuenta Gilberto Roca –de los pocos que han salido de la selva en su vida y conoce la ciudad de Trinidad, una urbe de 101 mil habitantes– “es por lo que dicen en la radio”.

Desquicio del mundo.

Y la radio que se escucha en las 69 comunidades de la reserva, por su gran potencia, es Kausachum Coca, de propiedad de los cultivadores de la hoja coca del trópico de Cochabamba.

Una calurosa tarde de abril, los pueblos Tsimané, Mojeño Trinitario y Yuracaré escucharon una voz lejana y apenas audible explicando un polémico artículo, el 157, del proyecto de Ley del Código del Sistema Penal Boliviano.

Ese artículo del documento –que está en discusión en la Cámara de Diputados– autoriza a una mujer en situación de pobreza extrema a acceder al aborto, siempre y cuando lo realice durante las primeras ocho semanas de gravidez y por única vez.

El proyecto de Ley también abre la posibilidad del aborto "en cualquier etapa de gestación" bajo dos circunstancias: cuando esté en riesgo la vida de la embarazada o si ésta hubiera sido víctima de violación.

La joven diputada por el Tipnis Ramona Moye, cuenta que aquella noticia provocó en las mujeres de las comunidades una “gran indignación”: “No entendían, no podían creer que se autorice el aborto”.

“Ellas no están de acuerdo, ni yo estoy de acuerdo en matar a un angelito”, asegura Moye, del pueblo Mojeño Trinitario, quien recorrió toda la reserva durante más de una década acompañando a su esposo, un enfermero del Servicio Departamental de Salud de Trinidad.

“La vida de un ser humano es sagrada en el Tipnis, eso nos enseñan nuestros padres”, comenta la parlamentaria

En las comunidades indígenas no existe la adolescencia, solo hay la distinción entre niños y adultos, y la cosmovisión del embarazo es diferente a la aceptada en las sociedades urbanas.

La reproducción supone la supervivencia del pueblo.

“La manada sobrevive”, asegura el anciano corregidor de Santa Rosa del Sécure, para cuyo encorvado cuerpo la época de torrenciales lluvias, que se extiende de noviembre a marzo, es la peor.

Lejos de las cifras

Como Santa Rosa y Nueva Natividad, una veintena de comunidades están asentadas a orillas del cansino río Sécure, donde sus formas de vida permanecen inalterables desde hace cientos de años.

El trueque forma parte de la vida cotidiana, viven de la caza, la pesca, la recolección de frutos y aún hoy entierran la placenta del recién nacido al pie de un árbol o al niño, si muere, en el cementerio comunal.

Como antaño –con la ayuda de la madre, la abuela o alguna vecina experta en técnicas rudimentarias del parto– las mujeres dan a luz en sus hogares.

La vida transcurre sin mayores sobresaltos y la muerte se la sufre en silencio.

Las niñas de 15 años ya han dado a luz a tres hijos. Muchas de ellas, debido a la precaria alimentación presentan complicaciones con su embarazo. La palabra aborto nuca se menciona, pero éste llega, con hemorragia, de manera espontánea.

Es común que muchas jóvenes del Tipnis mueran desangradas o se resignen a un hijo nonato.

La mortalidad infantil es elevada. De cada cien niños que nacen vivos en el Tipnis, sesenta mueren de paludismo, dengue, malaria o tuberculosis y constituye uno de los indicadores de la salud más graves en el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure.

Jacinto Guajino Muiva tiene 60 años y dirige en Nueva Natividad los servicios religiosos los domingos, los ocasionales bautizos y los “frecuentes” ritos funerarios.

“Estos son pueblos de niños muertos”, lamenta Jacinto, cuya iglesia tiene una cruz de madera tallada por sus hábiles manos.

Las cruces de niños muertos afloran en la selva como una extensión natural de ella, vegetando bajo el ardiente sol, las torrenciales lluvias o la intensa humedad.

"Desde diciembre del año pasado han muerto seis personas de la comunidad. El cementerio siempre tuvo dos muertos, pero ahora tiene ocho", asegura Jacinto.

El “gigante”

Oscar Guaji Moye y su madre debían haber reposado hace 28 años en el camposanto de su comunidad, Puerto San Lorenzo, que se ubica a 50 kilómetros al noreste de Nueva Natividad y Santa Rosa.

Con 150 familias, es una de las comunidades más grandes del Tipnis.

Oscar mide 2,20 metros de altura y pesa 130 kilos. Tiene gigantismo. Nació con más de seis kilos de peso.

Doña Etelia fue la partera de su madre. Más de la mitad de la población de San Lorenzo nació bajo sus hábiles manos.

Etelia recuerda que “Oscar nació muy gordo y grande”, pero que puso en riesgo la vida de Julia Moye Malema, su madre.

“Se salvaron de milagro”, asegura.

El embarazo y el parto fueron complicados. Si Julia hubiera sido atendida en un centro de salud de la ciudad, de seguro le hubieran practicado la cesárea, asegura Rogelio Montes, un médico itinerante que conoce la zona.

Ese “nacimiento” – asegura Etelia– casi termina con la muerte de la madre y el bebé.

“Nunca se discutió quien de los dos debía vivir”, comenta la anciana partera.

El proceso de recuperación, sin atención especializada ni medicamentos, fue lento y difícil para Julia.

Pero no tanto. Ella parió seis hijos más.

Oscar nació en mayo de 1986, en una familia de ocho hijos.

“Nunca fuimos al doctor para saber por qué soy tan grande. Desde que era chico siempre fui el más grandecito entre todos mis amigos con los que jugábamos fútbol”, asegura.

Indígena mojeño-trinitario, aunque no hable su lengua madre, el “gigante del Tipnis”, como le dicen sus amigos, cuenta que le duelen permanentemente los ojos, la espalda, la cadera y las rodillas.

Quiere algún día ser seguridad del Presidente Evo Morales, pero su sueño mayor es poder ser padre.

“No tengo novia, pero vamos a tener que buscar y luego pensar en niños, pero nos vamos a darnos un tiempo”.

Jacinto Guaji Guayacuma, es el padre de Oscar. Fue alguna vez corregidor de Puerto San Lorenzo.

Escucha con melancolía los planes de su hijo.

“Mi hijo sueña, y yo sueño con él y su madre comparte sus sueños”.

Jacinto Guaji Guayacuma baja la cabeza y una lágrima recorre los surcos de su anciano rostro.

Oscar tiene un tumor en el cerebro y pronto morirá. En Trinidad le descubrieron esa fatal enfermedad.

“Si él no hubiera nacido, no hubiéramos sido tan felices”.

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